Un Mexicain s’énerve des lamentations sur Notre-Dame. Ca change un peu du discours régnant.
En este sentido —hay que insistir en el reconocimiento de la tragedia que esto implica—, mientras que de un lado de la ecuación se reconoce la especificidad occidental como una expresión cultural de validez universal, en el otro, se invisibiliza que esa supuesta superioridad civilizacional de Occidente tuvo su condición de posibilidad en la destrucción, total o parcial, de otras muchas formas de realizar la vida en colectividad. En otras palabras, para expresarlo en la formulación ya clásica que Walter Benjamin realizara a mediados del siglo XX, en medio de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, “no hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie. Y así como éste no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión a través del cual los unos lo heredan de los otros”.
Y es que basta, por ejemplo, con observar cualquiera de las salas de los principales museos de arqueología y etnografía europeos para constatar que es ahí en donde el Occidente colonial muestra al mundo la grandeza de su actividad destructiva de otras culturas, presumiéndola al mundo en aparejos y vitrinas a las que se acercan los extranjeros de las sociedades que con anterioridad fueron sus colonias para admirarse de la magnitud del saqueo y la devastación. En el WeltmuseumWien (Museo de Etnología de Viena), sin ir más lejos, se conserva y expone a un aproximado de doscientos mil objetos pertenecientes a culturas no europeas, entre los que se encuentra el emblemático Penacho de Moctezuma, suplido en el Museo Nacional de Antropología, de México, por una réplica. Y así como éste, los ejemplos sobran.
Pero la realidad de la tragedia es que no es sólo ese pasado apropiado por Occidente como artefacto de museo (como artefacto de su cultura que oculta la barbarie cometida en contra de las poblaciones a las que despojó de sus reliquias museográficas) lo que se juega, aun, en el presente. Ahora mismo, en el mundo se desarrollan guerras sanguinarias en las cuales participan de manera activa las potencias europeas, ya sea financiando guerrillas (como grupos terroristas locales), desplegando a sus ejércitos, traficando armas para amigos y enemigos, vetando resoluciones de pacificación en la Organización de Naciones Unidas o justificando, sin más, los conflictos armados en curso en nombre de sus propios valores que reafirma como supremos derechos universales del hombre y el ciudadano (o, en sentido más moderno y políticamente correcto, derechos del hombre).
Palmira, la ciudad vieja de Alepo, Damasco, Homs, en Siria; Tombuctú, en Mali; el Valle de Bamiyan, al norte de la ciudad de Kabul, en Afganistán; Hatra, en Irak; o la Ciudad vieja de Saná, en Yemen (todas ellas ciudades en las que se preservaba la memoria de las primeras civilizaciones en la tierra; muchas de ellas, incluso, ciudades bíblicas); son ejemplos muy próximos al presente que dan cuenta de la destrucción que causan los intereses geopolíticos de Occidente (incluyendo a Estados Unidos) y que hoy, además, arrojan luces sobre la poca importancia que cobra, tanto para los Estados occidentales como para un gran número de personas alrededor del mundo, la devastación de sitios que no únicamente formaban parte del acervo de la UNESCO de sitios declarados patrimonio de la humanidad, sino que, además, eran lugares, objetos y símbolos en los que se concentraba la memoria de un sinfín de colectividades, de sociedades, de culturas y civilizaciones; sobrevivientes al saqueo y a la demolición de la expansión colonial entre los siglos XV y XX.
Por eso, quizá, no habría que minimizar la tragedia que se muestra el hecho de que la humanidad (o por lo menos las poblaciones dentro del espacio geocultural occidental) se sienta tan mortificada por la pérdida de la Catedral de Notre Dame, cuando en los hechos una infinidad de veces ha pasado por alto, —ya sea por decisión consciente o por simple ignorancia—, la aniquilación de la historia de la humanidad en otras latitudes. Y es que, hay que insistir, la tristeza por el edificio francés en cuestión nadie la niega. El problema viene cuando el eurocentrismo y la hipocresía humanitaria se apropian sin más del discurso en torno de la necesidad de preservar las huellas de nuestra historia.
Escrito por Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Mexicano de Análisis de la Política Internacional.