En años recientes, conquistadores, militares y caudillos han sido bajados de sus pedestales por manifestantes o por los mismos gobiernos, que enfrentan un debate creciente sobre los símbolos y deben definir qué hacer con los monumentos antiguos, qué representan y qué lugar les corresponde
En marzo de 2011, durante una visita oficial a la Argentina, el entonces presidente Hugo Chávez vio la estatua que se levantaba detrás de la Casa Rosada y preguntó: “¿Qué hace ahí ese genocida?”. Era una escultura de Cristóbal Colón de unos seis metros de alto y 38 toneladas, hecha en mármol de Carrara, ubicada allí desde hacía casi un siglo. “Colón fue el jefe de una invasión que produjo no una matanza, sino un genocidio. Ahí hay que poner un indio”, dijo Chávez. Para los funcionarios que lo acompañaban, ciudadanos de un país donde aún se repite que los argentinos descienden de los barcos, aquella figura tal vez nunca había resultado incómoda hasta ese momento. Pero tomaron nota de sus palabras.
El comentario de Chávez no solo fue disparador de la remoción del monumento dedicado al marino genovés en Buenos Aires —una medida que tomó el Gobierno de Cristina Kirchner en 2013 y desató una larga polémica y una batalla judicial con la comunidad italiana—, sino también el síntoma de una época en que las sociedades de América, y algunos de sus dirigentes, empezaban a poner en discusión de forma más o menos central los símbolos que han dominado los espacios urbanos durante décadas. A veces manifestación de impotencia, a veces demagogia, a veces el descubrimiento repentino de una forma de mostrar la historia y de una resistencia que ya estaban allí desde hacía bastante tiempo, pero en los márgenes.
“Las estatuas hablan siempre de quien las colocó”, escribió en 2020 el autor peruano Marco Avilés, columnista del Washington Post, después de una serie de ataques a monumentos confederados y a figuras de Cristóbal Colón durante las protestas antirracistas en Estados Unidos. En su texto, Avilés cuenta sobre el derribo a martillazos de una escultura del conquistador Diego de Mazariegos en San Cristóbal de las Casas, México, en octubre de 1992. Aquella estatua había sido emplazada 14 años antes frente a la Casa Indígena por orden del alcalde, para celebrar un aniversario de fundación de la ciudad. “Consultar a las personas indígenas o negras no es una costumbre muy extendida entre las élites que ahora gobiernan América Latina, y era peor hace cuatro décadas”, escribe Avilés.
Bajar o dañar monumentos no es algo nuevo, pero desde finales de 2019, cuando las protestas en Chile marcaron el inicio de una ola de estallidos sociales en todo el continente, dejó de ser un gesto extremo, marginal, y pasó a ser una especie de corriente revisionista febril que recorría la región a martillazos. Y un desafío esperado. En Santiago, la escultura del general Baquedano —militar que participó en las campañas contra los mapuche y es considerado un héroe de la Guerra del Pacífico— se convirtió en ícono de la revuelta ciudadana. Fue pintada y repintada, embanderada, convertida en blanco y en proclama: la más notable de los más de mil monumentos dañados esos meses. En Ciudad de México, la estatua de Cristóbal Colón que estaba en el Paseo de la Reforma —la avenida más importante de la ciudad— fue retirada con rapidez la noche del 10 de octubre de 2020, ante el rumor de que algunos grupos planeaban destruirla el 12 de octubre. Ese mismo año comenzó en Colombia una serie de derribos de estatuas que llegó a su punto máximo durante el Paro Nacional de 2021, cuando bajaron la escultura del conquistador Sebastián de Belalcázar en Cali y siguieron con Gonzalo Jiménez de Quesada en Bogotá —fundador de la ciudad—, Cristóbal Colón, Isabel la Católica y hasta Simón Bolívar.
Durante los últimos dos años, la pandemia permitió mitigar por momentos el fuego de la protesta social en el continente y ofreció un respiro a los monumentos, pero la crisis sanitaria ha dejado de ocupar un lugar central en la vida pública y los asuntos pendientes vuelven a salir a flote. Este mes, la alcaldía de Cali ha decidido restituir —y resignificar— la estatua de Belalcázar, y Chile ha reinstalado la estatua de Manuel Baquedano, ya restaurada, en el Museo Histórico Militar, aunque no está claro su destino final. Mientras el aumento en el costo de vida vuelve a caldear los ánimos en las calles de la región, y un nuevo 12 de octubre se acerca, la discusión sobre cómo y con qué símbolos se recuerda la historia propia en las ciudades de América sigue abierta.
México y Argentina: un Colón en el armario
En 2013, dos años después de la visita de Hugo Chávez a la capital argentina, el Gobierno de Cristina Kirchner finalmente retiró la estatua de Cristóbal Colón de su sitio y la reemplazó por una de Juana Azurduy, heroína de la independencia que luchó contra la monarquía española por la emancipación del Virreinato del Río de la Plata.
El cambio levantó ampollas en la colectividad italiana en el país. Sus miembros recordaron que habían sido ellos los donantes de la estatua de Colón hacía más de un siglo y exigieron un nuevo emplazamiento a la altura del personaje. El proceso no fue sencillo. Colón estuvo a la intemperie durante más de dos años, repartido en múltiples fragmentos y preso de un arduo debate político. La oposición criticaba lo que consideraba una decisión desafectada de la historia; el Gobierno se escudaba en el revisionismo histórico y en la necesidad de respetar la memoria de los pueblos originarios.
El Colón de mármol terminó de encontrar un sitio en 2017. El Gobierno levantó un pedestal en la costanera norte del Río de la Plata, entre pescadores, caminantes y puestos de comida que los fines de semana se llenan de gente. La estatua mira desde entonces hacia Europa, como lo hacía antes del traslado, con el rostro atento a las olas y abierto a las tormentas. Un sitio solo apto para marinos.
Fue también un gobierno progresista el responsable de remover la estatua de Cristóbal Colón instalada en el Paseo de la Reforma de Ciudad de México, pero la medida no fue convertida en un gesto épico, sino en uno de evasión; una forma de evitar un problema: el 10 de octubre de 2020, dos días antes de la conmemoración de la llegada del genovés a América, las autoridades de la ciudad hicieron quitar la escultura de bronce. La versión extraoficial es que lo hicieron para que el Colón no fuera destruido por manifestantes el 12 de octubre. Sin embargo, semanas después, se anunció que la figura estaba resguardada en una bodega donde iban a intervenirla para su conservación, y que después de estos trabajos sería reubicada en otro sitio.
Estas decisiones abrieron el debate sobre la pertinencia de la estatua en el siglo XXI. Los grupos que protestaban contra Colón aseguraban que se trataba de “un homenaje al colonialismo” y que su relevancia debía ser revisada. Su retiro coincidió con la conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlan ante los conquistadores españoles. A diferencia de lo que ocurrió en Argentina, no existieron reclamos a favor de conservar la estatua en la principal avenida de la capital mexicana, pero su destino siguió siendo una incógnita.
El próximo mes se cumplirán dos años desde que la figura de Colón — que fue instalada en 1875— fuera retirada de las calles. “Se le dará un lugar, no se trata de esconder la escultura”, dijo el año pasado la jefa de Gobierno de la ciudad, Claudia Sheinbaum, sobre su reubicación. La glorieta que Colón ocupaba ahora alberga el Monumento de las Mujeres que Luchan, una improvisada manifestación de diversos grupos feministas que se han apropiado del sitio para protestar contra la violencia machista. El Gobierno tenía planes de instalar otro tipo de escultura, pero los planes permanecen frustrados hasta ahora.
Chile y Colombia, de las calles a los museos
En septiembre de 2020 en Popayán, capital del departamento colombiano del Cauca y una de las ciudades más poderosas del virreinato de la Nueva Granada, un grupo de indígenas de la comunidad misak derribó una estatua ecuestre del conquistador español Sebastián de Belalcázar que había sido ubicada en el lugar de un cementerio precolombino, por lo que era vista como una humillación. Lo hicieron tres meses después de que el Movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente difundiera un comunicado en el que los llamados Hijos del Agua o descendientes del Cacique Puben escenificaron un “juicio” a Belalcázar.
Medio año después, cuando el país se sacudía por las protestas sociales en medio de un paro nacional, de nuevo un grupo misak del movimiento de Autoridades Indígenas del Sur Occidente derribó la estatua de Belalcázar en Cali, la tercera ciudad del país, cerca de Popayán. “Tumbamos a Sebastián de Belalcázar en memoria de nuestro cacique Petecuy, quien luchó contra la corona española, para que hoy sus nietos y nietas sigamos luchando para cambiar este sistema de gobierno criminal que no respeta los derechos de la madre tierra”, explicaron entonces. Diez días después, tras llegar a Bogotá, derribaron la estatua del fundador de la ciudad, Gonzalo Jiménez de Quesada. Y, de forma menos debatida y visible, cayeron también un conjunto de estatuas de Cristóbal Colón e Isabel la Católica, y una estatua ecuestre de Simón Bolívar.
Esos monumentos y acciones han dejado tras sí una estela de reflexiones y unos dilemas de política pública que se han resuelto de manera diferente, como parte de un proceso de discusión del significado de la conquista en un país mayoritariamente mestizo. En Cali, un decreto ordenó reinstalar la estatua con una placa que debe reconocer a “las víctimas de la conquista española”. Bogotá ha optado por llevar las figuras derribadas a los museos, dejando visible los efectos de las caídas, para así dejar abierto el debate.
Preservar las marcas de guerra en las esculturas parece una forma hábil de conciliar los significados múltiples que adquiere un monumento intervenido o derribado durante una protesta social, pero no es aplicable a cualquier escala. En Chile, en los cuatro meses siguientes a octubre de 2019, 1.353 bienes patrimoniales sufrieron algún tipo de daño a lo largo del país, según un catastro del Consejo de Monumentos Nacionales. Decenas de ellos se perdieron por completo, se retiraron o se reemplazaron.
La extracción más simbólica debido a su ubicación en el epicentro de las revueltas fue la escultura del General Manuel Baquedano. La obra de bronce erigida hace casi un siglo en la Plaza Italia de Santiago fue removida de su sitio en marzo de 2021 después de que un grupo intentase cortar las patas del caballo sobre el que posa el militar. Tras una exhaustiva labor de restauración, la escultura ha sido reinstalada esta semana en el Museo Histórico y Militar (MHN) por solicitud del Ejército. Las otras seis piezas que conforman el conjunto escultórico, también seriamente dañadas, están almacenadas en el museo a la espera de ser restauradas.
Atacar esculturas fue una práctica habitual durante las manifestaciones. En la mayoría de los casos fueron rayadas con proclamas, pero en los más extremos llegaron a destruir monumentos, principalmente de figuras de la colonización europea o militares chilenos. En el centro de la ciudad norteña de Arica, por ejemplo, destruyeron un busto de Cristóbal Colón elaborado con mármol, donado por la Sociedad Concordia Itálica en 1910, en el centenario de la independencia chilena. El municipio se encargó de resguardar los pedazos. En La Serena, 400 kilómetros al norte de Santiago, derribaron y quemaron una estatua del conquistador español Fracnisco de Aguirre, que luego fue reemplazada por la de una mujer diaguita amamantando a un bebé.
Estados Unidos: contra confederados y colonialistas
Las estatuas que se consideran símbolos del esclavismo y el racismo llevan décadas provocando polémica en Estados Unidos, pero en los últimos años la batalla sobre los símbolos se ha recrudecido. En 2017, la decisión de Charlottesville de retirar la estatua del general confederado Robert E. Lee llevó a movilizarse hasta allí a cientos de neonazis y supremacistas blancos con antorchas, y generó a su vez una contraprotesta de los habitantes de la ciudad. Una mujer de 32 años murió arrollada por el coche de un neonazi. Tras los disturbios, y la respuesta equidistante de Trump, decenas de placas y estatuas en homenaje al general Lee y otros destacados miembros del bando confederado, que defendía la esclavitud en la Guerra Civil, fueron derribadas, dañadas o retiradas. La de Charlottesville fue retirada cuatro años después de la revuelta supremacista.
Esa llama reivindicativa contra el racismo institucionalizado se reavivó en la primavera de 2020 tras la muerte de George Floyd en Mineápolis a manos de la policía. Una estatua del presidente confederado Jefferson Davis fue derribada en Richmond (Virginia), y también en esa ciudad, que fue capital confederada durante la guerra, fueron atacadas estatuas de los generales J. E. B. Stuart, Stonewall Jackson y el propio Lee. Monumentos confederados en Alabama, Luisiana, Carolina del Norte y Carolina del Sur, entre otros, fueron derribados o pintados también.
Especialmente en esa última oleada, las protestas han puesto en el punto de mira las estatuas en memoria de quienes consideran artífices del colonialismo. Una manifestación contra el racismo derribó en junio de 2020 en San Francisco una estatua de Fray Junípero Serra, fundador de las primeras misiones de California. También la de Los Ángeles fue derribada por activistas indígenas. Pero el más señalado por esa reivindicación contra el colonialismo fue y sigue siendo Cristóbal Colón, pese a que no pisó Norteamérica. También en junio de 2020, la estatua de Colón en Boston fue decapitada; la de Richmond (Virginia), fue arrancada y arrojada a un lago; la de Saint Paul (capital de Minnesota), fue derribada y la de Miami, llena de pintadas de protesta por parte del movimiento Black Lives Matter.
Un nuevo sujeto social: los realistas peruanos
En el Perú, Cristóbal Colón aún conserva su cabeza. No ha sido tumbado por sogas ni ha ido a parar a algún depósito. Pero cada 12 de octubre se discute si su estatua de mármol, inaugurada hace dos siglos, debe permanecer oronda en el Centro de Lima, con una mujer indígena a sus pies.
Vladimir Velásquez, director del proyecto cultural Lima antigua, sostiene que el descontento ciudadano hacia el navegante genovés se ha manifestado en un ataque simbólico. “La escultura más vandalizada del Centro Histórico es la de Colón. No la han destruido de un combazo, pero en varias ocasiones le han rociado de pintura roja, aludiendo a los charcos de sangre que se desataron en la época colonial”, dice.
En octubre de 2020, cincuenta activistas enviaron un pedido formal a la Municipalidad de Lima para que la estatua de Cristóbal Colón sea retirada y llevada a un museo. “No estamos a favor que se destruya, pero sí que se le dé una dimensión histórica. Debería construirse un lugar de la memoria sobre el coloniaje”, dice el abogado Abel Aliaga, impulsor de la moción. La respuesta municipal le llegó por correo electrónico el 4 de mayo de este año. Fue breve y contundente: es intocable por ser considerada Patrimonio Cultural de la Nación.
En octubre del año pasado, sin embargo, sucedió un hecho inédito: al pie del monumento se plantó un grupo de manifestantes, autodenominados realistas, con escudos de madera pintados con el Aspa de Borgoña, símbolo de la monarquía española. El grupo llamado Sociedad Patriotas del Perú, que ha defendido el supuesto fraude a la candidata Keiko Fujimori en las últimas elecciones presidenciales, se enfrentó a los activistas decoloniales. No pasó a mayores, pero hubo tensión. Hay un debate ideológico debajo de la alfombra que amenaza con salir a la luz el próximo 12 de octubre.